¡El Salvador, El Sustentador, El Señor y El Juez! -Así prefiero verlo, como ¡Triunfador y Rey de Reyes!
Nuestra cultura, en todos sus aspectos, está profundamente arraigada en las creencias, normas y tradiciones judeo-cristianas. Quizá no nos demos cuenta de esto si nunca hemos pasado tiempo en algún país de cultura islámica, budista o hindú. Por eso, al acercarnos a la Nochebuena, el corazón palpita más fuerte, presintiendo momentos especiales: reuniones con la familia y los amigos, el intercambio de regalos, la sidra y el pan dulce.
Pero en realidad, ¿qué significa esta fiesta? La palabra misma lo dice: Navidad, Natividad, el nacimiento de un bebé, Jesús, a quien nuestra cultura proclama como Señor y Salvador. Todos sentimos la importancia del momento, hasta los que apenas practican la fe cristiana.
Por todos lados vemos imágenes del bebé en un pesebre, de una mujer y un hombre que lo miran con ternura, de unos animales que mansamente los acompañan dentro de un establo pulcro y suavemente iluminado, de unos pastores y reyes. Sabiendo que este niño es el centro de la fiesta, nos inclinamos ante él.
Y luego, para muchos, quizá la mayoría… de vuelta a la sidra y el pan dulce.
La realidad bíblica es otra. Según las Sagradas Escrituras la historia de Jesucristo no empieza ni termina en Belén. Está presente desde el primer versículo de Génesis hasta el último del Apocalipsis. El apóstol san Juan, en su evangelio, lo define como el Creador del universo; y el mismo autor, en el Apocalipsis, lo presenta como el que presidirá el juicio final. El gran pintor renacentista Miguel Ángel lo plasmó todo en los frescos de la Capilla Sixtina del Vaticano.
San Pablo, en su Carta a los Colosenses, dice esto acerca de Jesús: “Él es la imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades: todo fue creado por medio de él y para él. Él existe antes que todas las cosas y todo subsiste en él. El es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la iglesia. Él es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz”.
San Lucas, en el Libro de los Hechos, añade: “Porque él (Dios) ha establecido un día para juzgar al universo con justicia, por medio de un Hombre que él ha destinado y acreditado delante de todos, haciéndolo resucitar de entre los muertos”.
Según Jesús, él es Dios mismo (“El que me ha visto, ha visto al Padre; El Padre y yo somos una sola cosa”). De acuerdo con las Sagradas Escrituras, Jesús (“Dios Salvador”), el Cristo (“el ungido de Dios”), Emanuel (“Dios con nosotros”), es el Creador, el Sustentador, el Salvador, el Señor, el Juez. Tomando forma humana, nació, vivió, murió, resucitó, ascendió, vendrá nuevamente a juzgar y reinará por toda la eternidad.
Esta es la persona que honramos en las dos fiestas mayores del cristianismo: Navidad (su nacimiento) y Pascua (su muerte y resurrección). Todo esto lo puedo aceptar o rechazar; nadie me obliga a creerlo. Pero si me digo cristiano, debo abrirme los ojos a lo que supuestamente creo. Si el bebé en el pesebre no me es más que un adorno, si la cruz no me es más que un ornamento, debería pensar bien en si mis creencias religiosas son algo más que simplemente rituales estériles y tradiciones huecas. Que esta Navidad sea un despertar a la realidad de quién es Cristo Jesús, y cuál es mi relación con él como Señor y Salvador.
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