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Si estos pensamientos y estas palabras son oportunas, reflexione sobre ellas y, con la ayuda del Espíritu Santo, actúe con conciencia. Creo de todo corazón que son el mapa de carreteras digno de confianza para llegar a su vida y su familia.

domingo, 21 de noviembre de 2010

ACTA ANULADA

Con frecuencia los creyentes nos sentimos exactamente con la carga del pecadol. Volvemos a caer en ese pecado por el cual le hemos pedido perdón a Dios incontables veces, ocurren eventos desagradables, cosas inesperadas, decepciones, dificultades, tragedias, y nos preguntamos si Dios nos estará castigando por reincidir en el pecado, a pesar de conocer la verdad del Evangelio.
El apóstol Pablo describió lo que ocurre dentro de los creyentes:
Esa lucha inició hace siglos, con la desobediencia de Adán y Eva. Por ellos entró el pecado en el mundo y aun permanece en él. Vivimos en una batalla, en una tensión constante que se inició en el mismo jardín del Edén con las palabras de Dios a la serpiente, al enemigo:
 
El Señor, en el primer anuncio del evangelio, dijo cual sería el final, la batalla ya está ganada: El enemigo de nuestras almas ha sido herido en la cabeza por el Salvador. Por eso Cristo nos dijo que tuviéramos confianza, ya Él ha vencido al mundo (Juan 16:33).
No obstante, en el ínterin, continuamos pecando ¿Por qué? Como explica la Confesión de Fe de Londres: “Esta corrupción de naturaleza dura toda esta vida aun en aquellos que son regenerados… aun cuando sea perdonada y amortiguada por medio de la fe en Cristo[2]…”. Continuamos pecando porque todavía somos pecadores. Hemos puesto nuestra confianza en Jesucristo así que somos pecadores regenerados, pero pecadores aún.
Ante esta verdad corremos el peligro de irnos a uno de dos extremos. Los seres humanos —creyentes o no—, por nuestra naturaleza caída, siempre estamos yéndonos a los extremos. Torpes y débiles, no sabemos mantener el balance en nada.
  1. El primer extremo que podemos tomar ante la realidad de nuestro pecado remanente es vivir en constante remordimiento y contrición por nuestra maldad. Pecamos todos los días, en cada momento, así que empezamos a cuestionarnos y como Benjamin Martin, concluimos que el Señor nos está castigando o nos castigará por nuestro pecado. Cuando ésto ocurre, debemos recordar la buena noticia del evangelio:
“Por consiguiente, no hay ahora condenación para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús te ha libertado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:1,2).
“Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2:13-15, RV).
Pienso que este último pasaje es uno de los más gloriosos proclamando el verdadero significado y poder del evangelio: Cristo nos dio vida cuando nos perdonó los pecados. Éramos criminales contra los cuales se había levantado un acta que nos condenaba, pero Él la anuló. Esa acta donde se registraban los pecados que nos inculpaban fue borrada, clavada en la cruz donde el Salvador triunfó sobre los gobernadores de las tinieblas ¡Qué glorioso es el evangelio! No hay nada en nosotros sobre lo cual podamos tomar crédito: Sólo Cristo. Es por eso que cuando lleguemos al Cielo:
“Veremos que la fe que teníamos era solamente porque Él nos la dio. Así que aun mientras participamos de la alabanza y la gloria y el honor, tomaremos esas coronas de gloria que Dios nos dará y las arrojaremos a los pies de Jesús, diciendo: ‘¡Fuiste Tú! ¡Fuiste Tú! ¡Tú hiciste ésto! ¡Gloria al resucitado Hijo de Dios![3]’”
¡No hay condenación! Dios nos perdona siempre.
2. El otro extremo es tomar esa maravillosa verdad del evangelio y usarla como una licencia para pecar. Al contemplar esta posibilidad el apóstol Pablo dice enfáticamente: “¡En ninguna manera!” (Romanos 6:1). Mientras más nos acerquemos a Dios veremos con más claridad la maldad dentro de nuestros corazones, lo que nos llevará a alabar al Señor por la grandeza de su misericordia al perdonar pecados como los míos. Al perdonar a un pecador como yo.
. Ese perdón, esa extraordinaria misericordia que encontramos en el Señor, debe llevarnos a temerle. A temerle de tal forma que mortifiquemos el pecado dentro de nosotros, no porque no haya sido perdonado o porque Dios nos castigará si no lo hacemos, sino porque debido a Su obra en la cruz, lo amamos y anhelamos ser como Él.
Que Dios nos libre de fallar en comprender la suficiencia de Su gracia, viviendo como si nuestros pecados no hubiesen sido perdonados en la Cruz. Y que nos libre también de pisotear esa gracia con la dureza de nuestros corazones, siendo insensibles y mimando nuestro pecado remanente. Necesitamos mantener una tensión, una tensión que el Señor en Su sabiduría conocía que sería necesaria para nuestra santificación.
Cuando nos sintamos desmayar por nuestra naturaleza pecaminosa, hagamos nuestras las palabras del salmista. Desde las profundidades de nuestros pecados, en Jesucristo tenemos una esperanza viva que no se puede corromper, ni manchar, ni marchitar.

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