La fuerza del perdón es extraordinaria. Ninguna relación humana puede sobrevivir sin ella, y mucho menos prosperar. Sea cual sea el problema, el perdón libera a las dos partes implicadas, le arranca un arma a satanás y abre la puerta para que Dios intervenga en la situación. La familia es el entorno donde el perdón más se necesita; es más fácil perdonar a un enemigo al que apenas se ve que a un ser querido con quien tienes que convivir a diario. Sin embargo no hay alternativa; tienes que perdonar. Según George Herbert: “Aquel que no perdona a alguien destruye el puente sobre el cual tiene que pasar él mismo”. Escribe Pablo: “Vestíos… de entrañable misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia. Soportaos unos a otros y perdonaos unos a otros, si alguno tiene queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros…” (Colosenses 3:12-14).
Ensénales a tus hijos a perdonar. Si son testigos de tus arrebatos de ira, haz que también vean cuando eres bondadoso. Enséñales a tratar con la ofensa sin atacar al ofensor y a entender que es posible hacer que las diferencias de opinión lleven a tomar decisiones que beneficien a todos, y que como miembros de una misma familia, se puede estar “equivocado” y sin embargo ser tratado con respeto. Quizás tengas que enseñarles algo que a ti no te enseñaron; si es así, aprende de los errores de tus padres y no se los transmitas a tus hijos. “…No se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo” (Efesios 4:26-27). En otras palabras, perdona cuando estás herido y no te acuestes con resentimiento.
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