Intentemos hablar de lo que vivimos, en un mundo en el que se tiende a vivir de lo que se habla. Por eso ya nadie se fía de las palabras.
Muchos deportistas intentan engañar a los árbitros, y las “cámaras lentas” muestran cómo a menudo mienten cuando afirman que no han hecho falta. Y lo dicen convencidos, con caras de inocente. Y lo que es peor, sin culpabilidad alguna.
Las excepciones son notorias. Una de ellas es el tenista español Rafael Nadal, capaz de asignarse una “bola fuera” cuando la ve, aunque le llegue en el peor de los momentos del partido.
Ocurre igual en la amistad, en el amor, en la política, en la justicia.
Todos son inocentes. A nadie le consta nada, salvo su inocencia. Y como los deportistas ponen caras de inocencia, lo afirman con vehemencia. Aunque la vida, como las cámaras, demuestren la realidad de la culpabilidad de cada cual.
Incluso quienes deben decidir están bajo sospecha. De presiones personales, políticas, de intereses. Hasta las fuerzas del orden en ocasiones se ve claramente cómo son fuertes con el débil y débiles con el fuerte.
Ni mucho menos puede generalizarse a la totalidad, pero sin duda es frecuente esta situación, y esto produce desconfianza en las palabras, porque las vidas están desalineadas con ellas.
Ante esto, la pregunta es qué ocurre con los creyentes. A nivel personal sin duda existen muchos miles de ejemplos excepcionales, y en estas incluimos padres de familia, esposos fieles, trabajadores honrados. No perfectos, pero sí marcando la diferencia que produce Dios obrando en quienes confían en Él.
Sin embargo, otra cosa son las instituciones. Nuestra impresión es que a medio largo plazo las instituciones tienden a convertirse en un fin en sí mismas, por mucho que se diga lo contrario (de nuevo las palabras y la realidad de la vida).
Para que esto no ocurra es necesario una voluntad permanente de ir contracorriente, aplicando lo que Jesús llamó coger la cruz y negarse a uno mismo. Pero ¿quién hace esto en las instituciones religiosas? ¿Quién se juega su prestigio, no digamos ya su cargo, por la verdad, por lo justo? ¿quién renuncia a sus honores y cuotas de poder? Ustedes mismos.
Sin embargo, Alguien lo consiguió. Por eso era el Verbo (la Palabra de Dios) hecha carne. Donde se alineaban los planetas del ideal y la práctica, la conjunción estelar de la máxima misericordia sin abandonar un ápice la justicia, la galaxia de la luz espiritual sin un miligramo de oscuridad de religiosidad vacía.
Sí, Jesús nos reconcilia vivir y hablar. Por eso pudo decir “escudriñad las Escrituras, porque ellas hablan de mí”. Por eso pudo exclamar en la cruz “¡Consumado es!”. Por eso su tumba estaba vacía al tercer día cumpliendo lo escrito. Y si algo de esto no fuese cierto, vana es nuestra fe.
Porque la fe en Jesús no son valores que defender, una moral que aplicar a los demás, o un estilo de vivir. Es el asombro de experimentar a Alguien que habló y vivió lo mismo; y que nos cautiva para dejar que el nazca en el pesebre que es nuestra vida y corazón. Un milagro, sí, pero que el también prometió y aseguró que vivirían quienes abriesen la puerta de su corazón a Él.
Nunca mintió, ¿por qué no creerle ahora?
Las excepciones son notorias. Una de ellas es el tenista español Rafael Nadal, capaz de asignarse una “bola fuera” cuando la ve, aunque le llegue en el peor de los momentos del partido.
Ocurre igual en la amistad, en el amor, en la política, en la justicia.
Todos son inocentes. A nadie le consta nada, salvo su inocencia. Y como los deportistas ponen caras de inocencia, lo afirman con vehemencia. Aunque la vida, como las cámaras, demuestren la realidad de la culpabilidad de cada cual.
Incluso quienes deben decidir están bajo sospecha. De presiones personales, políticas, de intereses. Hasta las fuerzas del orden en ocasiones se ve claramente cómo son fuertes con el débil y débiles con el fuerte.
Ni mucho menos puede generalizarse a la totalidad, pero sin duda es frecuente esta situación, y esto produce desconfianza en las palabras, porque las vidas están desalineadas con ellas.
Ante esto, la pregunta es qué ocurre con los creyentes. A nivel personal sin duda existen muchos miles de ejemplos excepcionales, y en estas incluimos padres de familia, esposos fieles, trabajadores honrados. No perfectos, pero sí marcando la diferencia que produce Dios obrando en quienes confían en Él.
Sin embargo, otra cosa son las instituciones. Nuestra impresión es que a medio largo plazo las instituciones tienden a convertirse en un fin en sí mismas, por mucho que se diga lo contrario (de nuevo las palabras y la realidad de la vida).
Para que esto no ocurra es necesario una voluntad permanente de ir contracorriente, aplicando lo que Jesús llamó coger la cruz y negarse a uno mismo. Pero ¿quién hace esto en las instituciones religiosas? ¿Quién se juega su prestigio, no digamos ya su cargo, por la verdad, por lo justo? ¿quién renuncia a sus honores y cuotas de poder? Ustedes mismos.
Sin embargo, Alguien lo consiguió. Por eso era el Verbo (la Palabra de Dios) hecha carne. Donde se alineaban los planetas del ideal y la práctica, la conjunción estelar de la máxima misericordia sin abandonar un ápice la justicia, la galaxia de la luz espiritual sin un miligramo de oscuridad de religiosidad vacía.
Sí, Jesús nos reconcilia vivir y hablar. Por eso pudo decir “escudriñad las Escrituras, porque ellas hablan de mí”. Por eso pudo exclamar en la cruz “¡Consumado es!”. Por eso su tumba estaba vacía al tercer día cumpliendo lo escrito. Y si algo de esto no fuese cierto, vana es nuestra fe.
Porque la fe en Jesús no son valores que defender, una moral que aplicar a los demás, o un estilo de vivir. Es el asombro de experimentar a Alguien que habló y vivió lo mismo; y que nos cautiva para dejar que el nazca en el pesebre que es nuestra vida y corazón. Un milagro, sí, pero que el también prometió y aseguró que vivirían quienes abriesen la puerta de su corazón a Él.
Nunca mintió, ¿por qué no creerle ahora?
Editado por: Protestante Digital 2013
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