¿Usted ya reflexionó acerca de lo que representa la culpa en nuestras vidas?
No hay duda de que el sentimiento de culpa es uno de los grandes responsables por nuestra infelicidad.
Cuando hacemos algo que nos causa una aflicción interior persistente, es probable que sea la culpa instalándose.
Pero, ¿qué hacer para que este sentimiento no se instale en nuestra intimidad y nos traiga grandes contratiempos?
Seria razonable pensar que la mejor actitud es eliminar, en definitivo, esa aflicción de nuestra alma.
¿Y que actitud podría ser más eficaz de que un sincero pedido de disculpas?
Todavía, pedir disculpas significa admitir que nos equivocamos, y eso afecta directamente nuestro orgullo.
En general, ¿qué hacemos entonces?
Nos quedamos remordiendo, afligidos y buscamos a alguien para culpar por una actitud que nuestra conciencia desaprueba.
¿No sería más pertinente pedir perdón?
Lógicamente que sí, pero el orgullo muchas veces nos impide.
¿Qué hacemos, entonces?
Preferimos penarnos de otra manera. Y generalmente optamos por las enfermedades...
La conciencia nos acusa, pero en vez de solucionar el conflicto con la humildad de un aprendiz, preferimos un auto castigo disfrazado.
En vez de pedir perdón, optamos por el sufrimiento. En vez de aliviar el alma admitiendo que somos débiles y que nos equivocamos, preferimos escondernos bajo la mascarilla de una perfección de la cual estamos muy lejos.
Al no admitir nuestras propias debilidades, tampoco las admitimos en los demás, y actuamos con desmedido rigor, tornándonos infelices, así como a los que conviven con nosotros.
Más sensato sería reconocer que somos aprendices de la vida y que todo aprendiz tiene el derecho de equivocarse, pero tiene también el deber de corregir sus pasos y seguir adelante.
Como aprendices de la vida, no estamos exentos del error, de la caída, de las debilidades que caracterizan nuestra condición de alumnos imperfectos.
Siendo así, vale la pena actuar con el deseo de crecer, aprender, ser feliz. Y para eso es necesario saber pedir perdón, saber perdonar, saber tolerar...
Solamente no admite errores la persona que se considera infalible, perfecta, superior al bien y el mal. Con seguridad, esa es una persona infeliz.
Si queremos aprender a ser más dóciles y menos orgullosos observemos a los niños.
Ellos no se avergüenzan de pedir disculpas, no guardan resentimientos.
Cuando se hieren, ellos lloran... piden socorro, reconocen su debilidad...
Se no logran alcanzar algo, piden ayuda.
Para entender las cosas, preguntan varias veces.
Cuando tienen miedo, lo admiten. Saltan en el regazo más cercano, o se abrazan a un amigo o hermano más viejo.
A eso se llama humildad, a eso se llama pureza. A eso se llama sabiduría.
Es por eso que los niños aprenden. Ellos no se avergüenzan de ser aprendices de la vida.
El sentimiento de culpa es una tortura moral que castiga el alma. La persona que lleva ese peso, sufre y no admite ser feliz.
Siendo así, si usted no tiene la pretensión de ser infalible, perdónese, pida perdón, libértese de esa basura llamada culpa, y siga adelante.
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