“Jesús les contó a sus discípulos una parábola para mostrarles que debían orar siempre, sin desanimarse.” Lucas 18:1 (NVI)
Hay verdades de perogruyo que parecen obviedades pero que nos cuesta cumplir. Todos sabemos que lo mejor es estudiar cada día y avanzar con la materia repasando los temas que el profesor da en cada clase. Sin embargo, nos dejamos estar, y queremos aprender todo lo que no estudiamos en tres meses en dos noches antes del examen. Obviamente, por lo general desaprobamos la prueba.
Decir que para el cristiano, la necesidad de orar es vital y cotidiana, es una obviedad. Todos sabemos que debemos orar. Todos hemos sido enseñados durante años sobre la importancia de orar, y sobre lo crítico de mantener una conducta en el tema.
Basta que nos venga algún problema para que clamemos al cielo en busca de ayuda, y prometamos el oro y el moro a cambio de una solución. Pero somos tan inconstantes y volátiles que en cuanto solucionamos la dificultad nos olvidamos de las promesas hechas y nuestro nivel de oración desciende casi a cero nuevamente.
El Señor Jesucristo sabía esto. Conocía a sus discípulos y nos conoce a nosotros. Por eso nos recuerda con este ejemplo la importancia en orar siempre, y agrega: no desmayar. Todos sabemos que debe ser así, hemos predicado sobre esto cientos de veces, hemos escuchado sobre esto miles de veces. Pero no lo hacemos.
Jesucristo nos alienta a generar el hábito de la oración, a esforzarnos en tener una vida de oración. Obviamente es imposible orar largas horas por día. Si cerrara los ojos y orara en mi trabajo, me echarían al instante con justa causa. Pensarían que estoy durmiendo. Y Dios no quiere eso. Su mandato de orar sin cesar, apunta más a tener una actitud cotidiana y diaria de conexión con el Trono de la Gracia.
Tener el pensamiento en sintonía con Dios y llevarle a cada momento cada cosa a su presencia. Así como muchos estudian o trabajan con música, deberíamos generarnos el hábito de clamar, pedir y agradecer permanentemente a Dios.
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