
El templo de Jerusalén, aquel segundo templo que fue construido por los pioneros que regresaron de Babilonia pero que sería engrandecido y embellecido siglos después por Herodes el Grande, era todo un símbolo de la nación, representando la grandeza del pasado.
Suponía hacer visible la confianza presente de un pueblo y su esperanza en un futuro glorioso. De ahí los comentarios y sentimientos que su sola contemplación despertaba entre la gente[1].
Esos comentarios de ponderación y elogio, en los que podía adivinarse un orgullo no disimulado, fueron la ocasión para que Jesús profiriera una de sus más conocidas alocuciones referentes a dicho templo, a la ciudad donde estaba enclavado y por extensión a toda la nación[2].
En el plazo de menos de cuatro décadas la predicción de Jesús se cumpliría literalmente hasta en sus más mínimos detalles, tal como Flavio Josefo, testigo contemporáneo de esos acontecimientos, describió en sus obras históricas. Toda aquella magnificencia quedó reducida a polvo y su esplendor convertido en desolación.
Y es que hay un peligro de convertir los símbolos, incluso los más sagrados, en objetos de confianza, como si en ellos mismos hubiera alguna virtud o poder inherente que garantizara nuestra preservación y prosperidad. No hay nada malo en lo símbolos, de hecho son necesarios, siempre y cuando se mantengan en su justo lugar. El problema aparece cuando quedan desprovistos de realidad y contenido y se convierten en fines en sí mismos, es decir, en pura idolatría. Entonces su sentencia está asegurada.
Pero la profecía sobre la catástrofe nacional que Jesús predijo, en la que el templo sería totalmente destruido y la nación dispersada por los cuatro puntos cardinales de la tierra, era solamente el preámbulo de otra catástrofe que a continuación anunció, solo que esta vez su radio de acción sería el mundo entero.
De hecho se podría hablar de una catástrofe no solo mundial sino universal, cósmica.
Por lo tanto, en ese discurso de Jesús hay dos partes bien diferenciadas: una, la catástrofe nacional y otra, la universal. La primera prefigura a la segunda. Una acontecería en un futuro no distante, la otra en un futuro indefinido. Es lógico pensar que así como Jesús dio en el blanco plenamente sobre la primera catástrofe, también se cumplirá lo que anunció sobre la segunda.
No es la única vez en la Biblia en la que una catástrofe nacional es un símil de la catástrofe universal final. Por ejemplo, en el profeta Joel la devastación nacional por la langosta[3] es símbolo de la destrucción a escala universal, resumida en la expresión ‘el día del Señor’[4].
En Habacuc el juicio sobre Judá[5] es el preámbulo del juicio global[6]. Incluso el Nuevo Testamento emplea esa vinculación entre una y otra catástrofe, al proponer la destrucción de Sodoma[7] como una analogía de la destrucción universal[8].
Japón ha sido asolado a pesar de todas sus precauciones, de toda su tecnología y de toda su prosperidad material.Acostumbrados, como estaban, a soportar movimientos sísmicos no podían imaginar que hubiera uno de tal calibre ni con tales daños añadidos: tsunami y desastre nuclear.
Esos comentarios de ponderación y elogio, en los que podía adivinarse un orgullo no disimulado, fueron la ocasión para que Jesús profiriera una de sus más conocidas alocuciones referentes a dicho templo, a la ciudad donde estaba enclavado y por extensión a toda la nación[2].
En el plazo de menos de cuatro décadas la predicción de Jesús se cumpliría literalmente hasta en sus más mínimos detalles, tal como Flavio Josefo, testigo contemporáneo de esos acontecimientos, describió en sus obras históricas. Toda aquella magnificencia quedó reducida a polvo y su esplendor convertido en desolación.
Y es que hay un peligro de convertir los símbolos, incluso los más sagrados, en objetos de confianza, como si en ellos mismos hubiera alguna virtud o poder inherente que garantizara nuestra preservación y prosperidad. No hay nada malo en lo símbolos, de hecho son necesarios, siempre y cuando se mantengan en su justo lugar. El problema aparece cuando quedan desprovistos de realidad y contenido y se convierten en fines en sí mismos, es decir, en pura idolatría. Entonces su sentencia está asegurada.
Pero la profecía sobre la catástrofe nacional que Jesús predijo, en la que el templo sería totalmente destruido y la nación dispersada por los cuatro puntos cardinales de la tierra, era solamente el preámbulo de otra catástrofe que a continuación anunció, solo que esta vez su radio de acción sería el mundo entero.
De hecho se podría hablar de una catástrofe no solo mundial sino universal, cósmica.
Por lo tanto, en ese discurso de Jesús hay dos partes bien diferenciadas: una, la catástrofe nacional y otra, la universal. La primera prefigura a la segunda. Una acontecería en un futuro no distante, la otra en un futuro indefinido. Es lógico pensar que así como Jesús dio en el blanco plenamente sobre la primera catástrofe, también se cumplirá lo que anunció sobre la segunda.
No es la única vez en la Biblia en la que una catástrofe nacional es un símil de la catástrofe universal final. Por ejemplo, en el profeta Joel la devastación nacional por la langosta[3] es símbolo de la destrucción a escala universal, resumida en la expresión ‘el día del Señor’[4].
En Habacuc el juicio sobre Judá[5] es el preámbulo del juicio global[6]. Incluso el Nuevo Testamento emplea esa vinculación entre una y otra catástrofe, al proponer la destrucción de Sodoma[7] como una analogía de la destrucción universal[8].
Japón ha sido asolado a pesar de todas sus precauciones, de toda su tecnología y de toda su prosperidad material.Acostumbrados, como estaban, a soportar movimientos sísmicos no podían imaginar que hubiera uno de tal calibre ni con tales daños añadidos: tsunami y desastre nuclear.