Aiden Wilson Tozer |
Un cristiano no puede echar a otros la culpa de lo que le pasa. Una vida entera de observación, lectura de la Biblia y oración me ha llevado a la conclusión de que lo único que puede obstaculizar el progreso de un cristiano es aquel mismo cristiano. El verdadero hijo de Dios puede vivir y crecer en circunstancias totalmente desfavorables a esta vida y crecimiento. Las circunstancias externas de poco o nada pueden servir en la vida espiritual del cristiano. Toda la filosofía del camino espiritual nos exige que lo creamos. Por esta razón, es siempre malo inculpar a nadie o a nada por nuestros fracasos espirituales o morales. Dios ha ordenado las cosas de tal manera que sus hijos pueden crecer con tanto éxito en medio de un desierto como en la tierra más fértil. Es necesario que sea así, siendo como es que el mismo mundo es un campo en el que nada puede crecer excepto por algún milagro. El viejo himno hace esta pregunta retórica: «¿Es acaso este mundo un amigo de la gracia, que me pueda ayudar a seguir en pos de Dios?» Y la respuesta implicada es que no. La gracia opera sin la ayuda del mundo.
Poco importa lo retorcida que sea la vida de nadie, hay esperanza para él si sólo establece una actitud recta para con Dios y rehúsa admitir cualquier otro elemento en su pensamiento espiritual. Dios y yo; ahí está el comienzo y el fin de la religión personal. La fe rehúsa reconocer que haya o pueda haber jamás una tercera parte en esta santa relación.
La actitud es de suma importancia. Que el alma asuma una serena actitud de fe y de amor para con Dios, y desde entonces la responsabilidad es de Dios. Él cumplirá sus compromisos. No hay en la tierra un lugar solitario en el que no pueda vivir un cristiano y alcanzar la victoria espiritual, si Dios lo envía allí. El lleva consigo a su propio ambiente, o le es suplido sobrenaturalmente cuando llega allí. Por cuanto no depende para su salud espiritual de las normas morales locales ni de las actuales creencias religiosas, vive a través de un millar de cambios terrenos, sin quedar por ello afectado por ninguno de ellos. Tiene un suministro privado de lo alto, y es en realidad un pequeño mundo dentro de un mundo, y una gran maravilla para el resto de la creación.
Debido a que esto es así, podemos ver fácilmente por qué nunca debiéramos echar a otros la culpa de nuestros fracasos. El hábito de buscar una consolación barata echando la culpa de nuestro pobre comportamiento a las circunstancias desfavorables es un mal muy perjudicial, y no debiera ser tolerado ni por un minuto. Vivir una vida entera creyendo que nuestra debilidad interior era el resultado de una situación externa, y luego descubrir al final que éramos nosotros los que teníamos la culpa, es algo demasiado penoso para contemplarlo. Diez mil enemigos no pueden detener a un cristiano, ni siquiera frenarlo, si se enfrenta a ellos con una actitud de plena confianza en Dios. Para él vendrán a ser como la atmósfera que se resiste al avance del aeroplano, pero que debido a que el diseñador del aeroplano sabía cómo aprovechar esta resistencia, viene en realidad a coadyuvar a la elevación de la aeronave y a mantenerla en lo alto en su larga travesía a través de todo un océano. Lo que habría sido un enemigo para el aeroplano se convierte en un útil siervo para ayudarlo en su vuelo.
Lo principal a recordar es esto: Jamás deberíamos echar a nada ni a nadie la culpa de nuestras derrotas. No importa lo malas que sean las intenciones de ellos, son absolutamente incapaces de dañamos hasta que comencemos a inculparles y a emplearlos como excusa para nuestra incredulidad. Es entonces que se vuelven peligrosos; sin embargo, somos nosotros los que tendremos la culpa, y no ellos. Si esto parece un poco de mera teoría, recordemos que siempre los mayores cristianos han surgido de tiempos duros y de tensas situaciones. Las tribulaciones trabajaron en realidad, para coadyuvar en su perfeccionamiento espiritual en cuanto a que les enseñaron a no confiar en sí mismos sino en el Señor que levantó a los muertos. Aprendieron que el enemigo no podía detener su avance a no ser que se rindieran a los apremios de la carne y comenzaran a quejarse. Y lentamente aprendieron a dejar de quejarse y a comenzar a alabar. ¡Es así de sencillo... y eficaz!
Tomado del libro Caminamos por una Senda Marcada de Aiden Wilson Tozer
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